Si por algo se caracterizó la historia de Europa desde la caída del Imperio Romano fue por las numerosas y sangrientas guerras que se han luchado entre los estados europeos. Las luchas entre los señores de la guerra de la Alta Edad Media fueron tan numerosas que escapan al recuento de los historiadores. La Guerra de los Cien Años devastó el continente de 1337 a 1453. En Inglaterra, de 1455 a 1485 la Guerra de las Dos Rosas asoló el país. Las Guerras Italianas, las guerras de religión, y la Guerra de los Treinta años marcaron los Siglos XVI y XVII. El XVIII padeció las Guerras del Norte (1700-1721), la Guerra de los Siete Años (1756-1763), la Revolución Francesa y las guerras que trajo consigo (1792-1802). El XIX se vio marcado por las Guerras Napoleónicas (1805-1815), y en su segunda mitad por la Guerra de los Ducados, la Guerra Austro-Prusiana y la Guerra Franco Prusiana. El Siglo XX vivió dos sangrientas guerras mundiales que prácticamente destruyeron el continente y dejaron en total 80 millones de muertos. Y en esta lista sólo hemos mencionado las más terribles y conocidas, dejando de lado los conflictos y batallas menores que se sucedieron en Europa en todos estos siglos, y que sería imposible listar en su totalidad.
Vemos por tanto que a lo largo de la Historia, la paz ha sido para Europa no una norma sino una excepción. Sin embargo, las actuales generaciones europeas desconocen lo que es vivir una guerra: desde 1945 no ha habido ningún conflicto bélico entre las grandes potencias de Europa, y en realidad, con la excepción de Yugoslavia, no ha habido ninguna guerra entre países europeos. Esta anomalía histórica que es la paz en Europa debe atribuirse sin duda al proceso de formación de la Unión Europea que arrancó después de la II Guerra Mundial. Así como la Organización de las Naciones Unidas, por su debilidad e insuficiencia, ha sido incapaz de mantener la paz mundial en este tiempo, la Unión Europea, con las diversas denominaciones que ido teniendo, tiene su principal éxito en el mantenimiento de la paz en el viejo continente. Una paz que no ha venido impuesta por la fuerza de un poder arbitral, sino que es consecuencia del reforzamiento de las relaciones de interdependencia entre las naciones de Europa, haciendo que la paz sea beneficiosa tanto para todos individualmente como para el conjunto. Medio siglo de paz en Europa es un hecho que conviene remarcar. Sólo por este motivo la Unión demuestra ser beneficiosa para los ciudadanos.
Pero hay otros motivos: hablaremos ahora de la prosperidad económica que ha traído la Unión a Europa. El área de libre comercio europea ha supuesto que cientos de empresas de todo tipo y condición puedan ejercer su actividad en cualquier parte de la Unión, desde un gran banco que abre sedes en Francia, Alemania y Reino Unido, o una pequeña zapatería que compra sus productos en Italia para venderlos en España sin necesidad de pagar aranceles. La libre circulación de personas permite a los ciudadanos de Europa trasladarse a otro Estado sin aduanas ni papeleos, con lo que un abogado o un economista, por ejemplo, pueden ejercer su actividad en cualquier país de la Unión sin necesidad de obtener un permiso de residencia, un contrato de trabajo, etc. El resultado: mejores oportunidades para los ciudadanos europeos y mayor competitividad para la economía de la Unión.
El Euro, nuestra moneda única, no sólo ha evitado las engorrosas trabas del ciudadano de a pie a la hora de realizar viajes turísticos por Europa, sino que además ha hecho desparecer los costes asociados al cambio de divisas, estabilizando y simplificando el comercio interior europeo. Para las grandes empresas esto supone una considerable ventaja. Para las pequeñas y medianas empresas puede significar la diferencia entre beneficios y pérdidas.
La política económica de la Unión Europea, fundamentalmente los fondos de cohesión y el pacto de estabilidad, ha ayudado a países más pobres como España, Portugal o Grecia a equiparar sus rentas a la de las grandes potencias económicas europeas. Sin embargo, este proceso de armonización no se ha producido mediante una “redistribución” drástica de las rentas de los países ricos hacia los países pobres en un juego de suma cero. Todo lo contrario, con la convergencia económica todos han ganado: los países pobres han recibido no sólo los fondos de cohesión sino las inversiones de los otros países que han ayudado a desarrollar su economía; los países ricos han encontrado mercados donde vender sus productos con facilidad e instalar sus empresas en condiciones mucho más favorables que en sus propios territorios.
Tampoco debemos olvidar los beneficios sociales y culturales traídos por la apertura de fronteras. Los nacionalistas se oponen a los procesos de integración como el europeo porque temen que se pierda la “esencia” o la “pureza” de los caracteres étnicos y culturales de los distintos grupos históricos. A esta visión cerrada y restrictiva se opone un hecho cierto: que las culturas que se estancan están condenadas a la desaparición, y que el desarrollo de las mismas se potencia cuando éstas entran contacto con otras distintas, tomando de las últimas los elementos que crean convenientes o beneficiosas, igual que los idiomas se enriquecen mediante el préstamo y la posterior adaptación de palabras extranjeras.
Las diferencias culturales entre los países europeos son de poca importancia, puesto que todos provenimos de la misma tradición histórica que hemos dado en llamar “Occidente”. Sin embargo, incluso entidades culturales tan parecidas entre sí pueden aprender las unas de las otras para beneficio de todos. Por fortuna los británicos, españoles, italianos, alemanes, etc., somos cada vez más europeos, con todo lo que ello significa en términos de prosperidad y riqueza cultural.
Las entidades políticas justifican su existencia cuando son útiles a los ciudadanos y proporcionan un marco adecuado para que éstos desarrollen sus vidas. La Unión Europea ha traído beneficios políticos, económicos y culturales a sus ciudadanos que hacen que merezca la pena no sólo conservarla sino avanzar aún más en la creación de una Europa Federal, que incorpore las ventajas y reduzca los defectos del actual modelo.